El acertijo es un juego al que nos gusta jugar siempre y cuando tengamos la seguridad de que sabremos su solución. Solemos abrir los ojos, muy atentos, escuchando o leyendo un enunciado cuya síntesis flotará en nuestra cabeza hasta florecer en forma de respuesta. No es la creatividad la que disputa este partido, sino los caminos que establece la mente hasta dar con aquello que estamos buscando.
Lo mismo pasa en un restaurante. Te sientas, lees la carta muy atentamente a sabiendas que los textos que enuncian los platos son, muchas veces, pequeñas triquiñuelas para embellecer –o encarecer- algo tan primario como el hecho de comer. Buscas el sentido de cosas que no la tienen y ahí entra en juego la intuición, el tirarse a la piscina. Ya no estamos en los setenta, los platos no necesitan de pasaporte ni de foto. Ya no comemos, ahora degustamos y sentimos. Somos nosotros los que nos llenamos de coraje dejándonos caer al vacío confiando nuestro bolsillo y paladar a un tipo de chaquetilla blanca al que, dicen, le llueven las estrellas.
A Jordi Cruz no es que le lluevan, sino que se las lleva ganando desde sus inicios en L’Estany Clar de Cercs, cuando con 24 años se convirtió en el chef más joven de nuestro país en conseguir la primera. Después de cinco años al frente del ABaC, el de Manresa ha conseguido asentarse como uno de los grandes referentes de la era Post-Adrià. Reivindica el respeto absoluto por la tradición y el producto, sobre los que aporta su interpretación con la ayuda de la técnica. El ABaC es su campo de batalla, y en la sala no hay una sola mesa vacía.
La carta ya es una declaración de intenciones. Dos menús degustación diferentes, en los que, a diferencia del socorrido modelo “standard” + “extended version”, no se repite ningún plato. Los dos empiezan con un cocktail y mientras que el menú ABaC cuenta con doce platos, el mayor de la familia (Gran ABaC) consta de 15 dosis de placer concentrado.
Un día es un día, así que escogemos el menú largo. Declinamos la opción del maridaje para concentrarnos en el sólido elemento y nos dejamos guiar por la sabia recomendación del sommelier Bernardo Martínez, que nos convence de la elegante ubicuidad del champagne.
El Bloody Mary con el que arranca la función llega disfrazado de whisky on the rocks: color dorado y servido en vaso ancho. Sustituyendo el zumo por el agua de los tomates se consigue un color más tenue, una densidad más liquida y un sabor aún más concentrado y refrescante que en la versión old school.
Para empezar, cinco aperitivos entre los que destaca por encima de los demás un apoteósico tartar de calamar aderezado con cítricos y coronado de pequeñas perlas de crujiente harina de tempura. Un homenaje a los calamares a la romana con la textura cremosa de un risotto o un arroz con leche. Simplemente brutal.
A continuación la cosa se pone seria de verdad: Bullabesa de gamba infusionada con naranja y azafrán (con pan de plancton como estrella invitada), bogavante asado con emulsión de coral y arroz de pieles de atún con fondo de caldo de remolacha. Tres maravillas y tres buenos ejemplos de cómo poner la técnica al servicio del producto.
A modo de cálida transición, aterriza en la mesa una cebolla tostadita que contiene una pequeña dosis de su propio caldo, esferas de queso scamorza ahumado, nueces y piel de naranja. Delicioso, pero tan breve que acabamos buscando infructuosamente una última cucharada de ese elixir entre los aros de la cebolla.
La buena noticia es que volvemos al mar gracias a unos lomos de lubina hechos al vapor y acompañados de hinojo, cocinados frente a nuestros ojos en apenas 3 minutos. Se acorta la distancia entre la cocina y el comensal, creando la ilusión de que al fin y al cabo, todo aquello no es tan difícil.
El siguiente plato parece un huevo frito de codorniz. Al acercar el tenedor al plato, descubrimos que la yema era sincera, pero que la clara era en realidad un fino velo de parmesano bajo el que descubrimos una suntuosa unión de crestas de gallo, piñones y tomates confitados. No queremos que se acabe.
Los menudillos de pollo con cigalas y reducción de su propio caldo no pretenden ser la traca final, sino una sutil versión del mar y montaña, que nos permita llegar vivos a los tres postres que cierran la fiesta.
Burbujas de tónica con sorbete de mango para avisar a la lengua y al cerebro del cambio de escenario, Un “canolisú” que sintetiza en forma de etéreo canutillo los dos grandes hits de la repostería italiana (Cannoli y Tiramisú) y el truco final: rocas de chocolate blanco con trufa del mismo color, nueces y “mel i mató”.
Queda claro que desde que tomó las riendas del ABaC en 2010, el dos estrellas Michelín ha convertido el nº 1 de la avenida Tibidabo en una catedral para el gastrónomo cuyo éxito se remonta a sus cimientos. La primera planta de la casa del Dr. Andreu se transforma en un lugar donde todo vuelve a la estructura. El elemento primario se reinterpreta, ya no solo por el equipo de cocina ni por el chef, sino por todos esos niños grandes que juegan a adivinar de qué está hecha la belleza más allá de las estrellas.
Dirección: Avenida Tibidabo, 1 08022 Barcelona
Teléfono: 933 196 600
Horario: De lunes a domingo de 13:30-15:30h y de 20:30-22:30h
Precio: Menús degustación 135€ – 165€ (sin vino)
Texto: Inés Troytiño Y Alex Pàmies
Fotos: Alex Pàmies