En un rincón junto a las antiguas atarazanas y la industria portuaria arrancaba un tal Batiste en 1937 una pequeña bodega. Muchos años después pasaba por esa esquina Román Navarro, con Tonyina en su mejor momento. Lo que nació de ese encuentro es una de las propuestas gastronómicas más frescas de la ciudad. Y eso, que la cosa va de añorar.
Este pequeño espacio entre las casas bajas de puertas abiertas del Canyameral es un verdadero homenaje a la gastronomía de raíces, a las tradiciones mediterráneas cocinadas con paciencia. La carta es una declaración de amor a la tierra, al mar y a la huerta; a los pueblos de interior y a los de pescadores.
La huerta se celebra en platos en que la verdura es el actor principal como el chuletón de tomate o el bimi con alioli de avellana. Del mar, que queda tan cerquita, llegan salazones, mariscos, pescados exquisitos, y exquisitas piezas, como la parpatana de atún rojo servida con titaina, una especie de pisto tradicional de la zona. Tampoco falta la versión Anyora de recetas de toda la vida como el pollo al ajillo o los canelones.
La bodega es uno de esos lugares donde aprender aquello que nunca se debió haber olvidado. Y es que la maestría de Román y su equipo se despliega con la versión más refinada de productos que antes invadían toda tasca que se preciase: oreja, morro, lleteroles —mollejas—, figatells —hamburguesas tradicionales con hígado— y crestas de gallo. Recetas no tan tradicionales que se atreven incluso a combinar —de manera impecable— la casquería con productos del mar.
Honrando a su origen de bodega de barrio, la barra es el eje central de la actividad. Tiene algo de magia esa nevera de hielo antigua, o las rejas, o ese suelo desgastado. La decoración tiene muchos elementos nuevos, sí, pero se confunden con los que estaban ya entre botellas de vermú Petit —el de la casa— y vajilla discreta.
Es complicado crear algo nuevo, dotarlo de vanguardia y que resulte auténtico de una manera tan natural. Desde la sala más alejada de la entrada, la casa de Batiste, que conserva hasta su mantel de limones y su altillo con trastos, te das cuenta que la clave para lograrlo: identidad y respeto. Respeto por las cosas sencillas que merecen ser conservadas e incluso celebradas. Respeto por las recetas que nos transportan a la infancia y por las personas que hay detrás del producto que comemos.
Y de ahí nace una de las señas de identidad de la bodega: trazabilidad y procesos más éticos. Enrique o Eladio son algunos de los ganaderos que firman la carne de una carta que nos sugiere el trabajo que hubo mucho antes del emplatado. Llegando a las páginas de los vinos, la apuesta por procesos naturales y ecológicos es clara, pero se consolida si se pasa por tu mesa Nico, que para el tiempo en la bodega para contarte los pormenores de cada botella.
En Anyora no hay nada fingido, es de verdad. Un grito alegre a la añoranza, la misma que desprende el barrio marinero del Canyamelar. Reconfortante, como el olor a ñora de un guiso haciendo chup chup en la cocina de una abuela valenciana.
Barrio del Canyameral, calle d’en Vicent Gallart, 15, 46011 València
Horario: Martes, miércoles y jueves de 13.00 a 23.00; Viernes y sábado de 13.00 a 23.30 Domingo y lunes cerrado
Precio medio por persona: 20€
Texto y fotos: Marta Pascual