Hubo una época en Madrid donde barrios como Malasaña y Conde Duque eran pueblos casi desiertos en los que los niños lo pasaban pipa corriendo libres como el viento. No existían los telefonillos y entrar en un portal, como Pedro por su casa, era tan normal como comerse un polo en verano.
Así fue como crecieron Raúl y Antonio García Fernández, hijos de Antonio e Inés, fundadores en 1964 de Casa Antonio. Él madrileño y ella de Asturias se conocieron en un bar de la calle Fuencarral y decidieron que era hora de probar suerte con un negocio propio. Aquel negocio cumple ahora 50 años y se ha convertido en un hito que hace que el barrio mantenga la tradición y las bases de lo que lo ha hecho grande. Casa Antonio es uno de esos bares con precios populares, sin exceso de decoración y con toques castizos. Puros y duros, repletos de historia y con un toque “cutrecillo” que hace que se conviertan en el favorito de los vecinos. Allí reside su atractivo, en su inocente historia y en su campechanía.
Inés es la encargada de cocinar y se esconde con humildad en la cocina creando las mejores croquetas de jamón que muchos han probado, unos callos que ni tu abuela, tortillaza de la buena y el bocadillo de “lomo, tomate y queso” -el más famoso entre los artistas que paran aquí antes de tocar en Siroco-. A medio día, los clientes habituales vienen a meterse una ensaladilla que te deja sin palabras o un menú del día que aleja las penas de estar lejos de casa. Por la tarde los jubilados bajan a jugar a las cartas y por la noche la fauna más fiestera se reúne con los amigos para cervecear hasta que la noche les ponga un alto. Al caer la noche, Raúl transforma su barra castiza en un mini cocktail bar, con creaciones propias que personaliza para cada cliente.
¿Qué sería de Madrid sin estos negocios de toda la vida?