Mientras que Hernández es el apellido más común en México, Héctor tiene un perfil único y difícilmente replicable.
Por un lado, su profesión de investigador en física cuántica le permite vivir en un mundo paralelo y abstracto que sólo los de su condición pueden entender. Tienen su propio lenguaje, su particular manera de comprender el mundo y sobre todo, trabajan bajo unas leyes que no corresponden a las de la física clásica, a saber, las del mundo cuántico. Sería fascinante podernos regir por alguna de ellas durante algunos minutos, como por ejemplo, y aquí disculpad mi simplificación, señores Físicos, la de poder estar en dos lugares a la vez. ¡Qué peligro!
Por otro lado, su pasión por el mezcal y su dotado y refinado paladar, le han llevado a hacerse con una selecta colección que va en aumento. No necesita etiquetar cada una de sus numerosas botellas ya que sólo con oler su interior, sabe identificar de qué mezcal se trata. Desgraciadamente, la comercialización cada vez más feroz de dicha bebida ha proliferado la venta de mezcales mediocres a precios elevados y los buenos, a menudo tienen precios prohibitivos que están lejos de respetar las reglas del comercio justo.
Amigos, conocidos y desconocidos, acuden a él en busca de asesoramiento, de una buena botella, o simplemente porque quieren pasar horas empapándose de su sarcasmo y su buena conversación.
No hace falta mencionar cuál es el producto que nunca falta en su despensa. Literal.
Pasamos una tarde con él y aprovechamos la ocasión para hacerle algunas preguntas para Plateselector.
¿Un restaurante?
A pesar de ser un lugar común y estar siempre muy lleno de gente desquehacerada y de dudosa procedencia, creo que tendría que elegir el Contramar, en el D.F. La calidad de su materia prima y la atención del personal son tan buenas, incluso conforme pasan los años, que cada visita al restaurante es un éxito asegurado… en tanto haya sitio. Prefiero la barra, y mirando a la pared, y prefiero tomar algo fresco y rápido (para escapar en caso necesario): las clásicas tostadas de atún y las tiritas de zihuatanejo, aunque en temporada, estoy dispuesto a tomar el tiempo para comer su versión del chile en nogada.
¿Un plato?
Soy incapaz de elegir uno sólo, pero puedo pensar en tres: el pozole rojo que hacía mi abuela paterna (el mejor del mundo), la birria de chivo de “El amigo” afuera del estadio Jalisco, en Guadalajara, y el pescado zarandeado de “El chino” Ismael en las Islitas, cerca de La Tovara, en Nayarit.
¿Un producto?
En algún momento fue el té, luego vino el café y recientemente la miel. El helado (producto o no) siempre ha estado ahí. Me gustan particularmente el Lapsang suchong, casi cualquier café procesado en Italia, la miel de flor de aguacate y el helado de chocolate.
Un trago
Mezcal, sin duda. Cada sorbo de mezcal es un viaje sutil, delicioso y complejo a alguna comunidad aislada del país, un viaje por sus montes secos y bajo su sol intenso, un viaje a las cocinas sencillas y al aire libre de las familias productoras, generosas y pobres, un viaje bajo la lluvia, que sabe a tierra, a humo, a flores y a sabiduría.
Si nos invitaras a cenar a tu casa, ¿qué cocinarías?
Supongo que depende de la época en que me encuentren. Suelo experimentar, y para ser honesto, mis experimentos no siempre terminan bien. En algún momento sólo cocinaba pescados y mariscos: robalo al horno con curry verde, sierras y doradas curadas al hinojo y earl gray (un fracaso absoluto), salmón con miso y miel a las brasas, huachinango y camarones zarandeados (un fracaso parcial porque nunca se acercaron a los de Nayarit), pulpo a la gallega, a las brasas y en ceviche con mango (intentos dignos). En otro momento sólo cocinaba cosas con salsa a la bolognesa (y mi novia – de sangre italiana – se burlaba de mí): lasagna, spaghetti, berenjenas a la parmesana (sin comentarios). También he tenido una época más carnívora: filete de res al trapo, costillas de cordero con orégano al horno, lengua de res en salsa verde (los mejores resultados han sido los menos elaborados).
Texto y fotos: Livia Arroyo